Quiero que en estos días de principio del 2013, en que las noticias que se nos dan, no son nada halagüeñas, que si van a subir los carburantes, la luz, las tasas de los aeropuertos, el IVA en la compra de viviendas, los productos básicos… poner algo de humor en estas páginas.
Espero que consiga, al menos, que esboces una sonrisa. Si es así, no olvides decírmelo.
LÁZARO, EL LORO
DDII - DDXIII
Dedicatorias:
A Miguel Luna, Tony Cansino, Alberto González Rodríguez, Mª Mercedes Rguez Méndez, Lorenzo Antonio Méndez, Jean Pierre Dudom, Rio Kita, Tomás Martín Tamayo, Cosme López García, Charo Seller y a usted.
El
cielo de Aquí es altísimo, de un color azul imposible de observar en otros
lugares. Un cielo testigo excepcional de todos los pasajes transcendentales, no
sólo para la Historia de la ciudad, sino para la de la nación e incluso para
todo el continente. El que le voy a narrar en estas líneas careció
absolutamente de importancia, hasta en el vivir cotidiano de los vecinos más
cercanos al lugar de los extraños hechos.
Claudio y Milagros, formaban
una pareja que siempre está completa, nunca iban por separado, eran matrimonio
y compañeros de trabajo. Muchos en la ciudad los conocían por ser propietarios
de un pub, especializado en champaña. Aparte de la calidad de los productos que
servían, la amabilidad, los precios y todas esas cuestiones que el cliente sabe
valorar, había que añadir una habilidad, que Milagros tenía, esta era la de
abrir las botellas de champaña a golpe de espada, una espada como la del Cid
“Campeador”, de esas que venden en Toledo.
A mí aquella vistosa práctica me llenaba de temor, pues nunca podías calcular, dónde terminaría estrellándose el corcho imbuido en el trozo de cristal, que el certero golpe desprendía limpiamente.
Dejemos a un lado las
habilidades de la pareja y centrémonos en lo ocurrido en aquél día extraño, en
el que disfrutaban de su jornada de descanso, en la que aconteció “aquello” que
marcaría sus vidas indeleblemente.
El matrimonio se encontraba
en su chalet, su segunda vivienda terminada de construir no hacía más de un
año. Era un día bochornoso de principios de junio, el cielo estaba moteado por
pequeños y dispersos cúmulos blancos. El silencio cubría agradablemente toda la
urbanización, mientras poco a poco regresaba a ella la vida tras la siesta.
Claudio, como solía
acostumbrar cuando disponía de un poco de tiempo, cultivaba su pequeño huerto.
Su esposa recogía sin prisas la colada, mientras canturreaba una vieja canción.
En el porche, Simba, un spaniel bretón, dormitaba despreocupadamente.
De repente, unos gritos de
mujer aterrorizada hicieron jirones la tranquilidad de la tarde:
–¡Dios mío! ¡Esto no puede
ser otra cosa que un castigo! ¿Pero que he hecho yo? ¡Esto es Magia Negra,
Brujería, Vudú –era la voz de Eloisa, la propietaria del chalet colindante –¡Me
muero! De esta me muero. ¡Me va a dar algo! ¡Me está dando! ¡Me voy a volver
loca! ¡Mi corazón!
Claudio, con su faz del mismo
color que las encaladas paredes de su casa y sus cabellos canos tan de puntas
como las púas de un puerco espín, miró con los ojos extremadamente abiertos a
su esposa, que inmóvil, le daba la espalda y estiraba su cuello, intentando
vanamente ver algo tras el muro de algo más de dos metros, que los separaba de
la propiedad vecina.
–¿Quién me quiere tan mal?
¿Por qué Señor, me tiene que ocurrir esto? ¡Dios mío, Dios mío! Yo no le hago
mal a nadie. –Eloisa continuaba gritando desaforadamente, permitiendo que su
voz, que comenzaba a quebrarse, dejara adivinar las lágrimas. –Me han
maldecido.¡Vudú, Santería! ¿Por qué, por qué?
Simba, despertó confuso. Su
dueño con un rictus de odio mortal en su faz, lo miró con los ojos
sanguinolentos que parecían querer salir de sus órbitas. El perro se asusto
tanto, que la visión que tuvo no fue la de su dueño, fue la de dos enormes y
peligrosos ojos, que de un momento a otro iban a saltar sobre él, por lo que
barruntando algo nada bueno, bajo las orejas, introdujo el rabo entre las patas
y como el que nunca estuvo allí, desapareció en el interior de la casa,
buscando protección bajo alguna cama.
Un desapacible viento frío
sopló del Norte. Claudio se estremeció y la herida que se produjo aquella
mañana, comenzó a dolerle. Los gritos de la oronda vecina alcanzaban
proporciones bíblicas, como para poder derribar las murallas de Jericó, hasta
que por fin la afonía pudo estrangular sus cuerdas bucales.
Claudio notó una violenta
marejada en su cerebro, que le hizo recordar los infernales hechos acaecidos a
media mañana, de aquél terrible día de descanso:
Se dedicaba, en aquellos
instantes, a lucir con un poco de cemento, la pared de una construcción circular,
una especie de chozo en plan moderno, que una vez terminado albergaría una
bodega – discoteca, donde agasajar a sus amigos, cuando vio acercarse al
spaniel con algo entre sus fauces. ¿Qué guarrería habría cogido? Parecía que el
objeto era un pájaro. Según se acercaba el animal moviendo la cola, lo vio con
más claridad, ¡un pájaro!, como una paloma de grande y con las plumas de
colores, un bicho exótico. No había duda, era un cazador, era de buena raza.
El perro se detuvo a corta
distancia, dejó el ave en el suelo y la olisqueó, Claudio lo llamó:
–¡Simba, Simba! Ven bonito,
ven.
Simba movió su cola, tomó
nuevamente su trofeo con su boca y obedientemente se acercó a su dueño.
–¡Leches! Es un loro. –exclamó al ver con toda claridad al
pájaro.
Efectivamente, se trataba de
un loro muerto y muy sucio, el perro seguro que lo revolcó, por algún lugar
fangoso.
Claudio, llamó a Milagros
para que viera lo que había traído Simba. La mujer, al ver al loro muerto,
abrió la boca de la estupefacción que le causó la escena. Inmediatamente se
colocó la mano ante los labios, intentando evitar que un chillo saliera entre
ellos.
Aún con la mano en sus
labios, miró espantada a su marido, que le devolvió una mueca de interrogación.
Milagros señaló, con leves movimientos de su cabeza, el muro que separaba su
parcela de la vecina.
Claudio cambió su expresión
de pregunta por otra entre la incredulidad y el espanto. Conmoción total, aquel
loro podía ser de… Quizás no, loros hay muchos, pero aquél era…, sin lugar a
dudas Lázaro, el lorito de Eloisa, ¡la vecina! El endemoniado perro se lo había
cargado alevosamente, aprovechando que la dueña no estaba en su casa.
–¡Maldita bestia! Trae para
acá ese loro –ordenó Claudio al can.
–Dios mío, Claudio. Con lo
que quería Eloisa a Lázaro, lo era todo para ella, –comentó Milagros con
verdadera preocupación –Era su única compañía, y así era sin lugar a dudas.
Cómo se va a poner la pobre cuando se entere.
–Eso es lo de menos, el
enfado esta garantizado. ¿Pero sabes cuanto puede valer un pajarraco nuevo de
esta clase?
–Como eres Claudio. Sólo
piensas en el dinero, si tenemos que comprarle otro, no habrá más remedio.
Aunque nunca será lo mismo, su Lazarito es irremplazable…
–Tú no pienses en el asunto,
déjamelo a mí, sé como arreglarlo.
Claudio estiró su brazo, con
la intención de quitarle el loro a Simba y cundo creyó que lo iba a conseguir
con toda facilidad, el endiablado perro dio un bote hacia atrás, sin soltar su
presa. Claudio, totalmente encorvado y al tener que estirarse un poco más, cayó
de bruces sobre unas matas de tomates, casi listos para su recolección. Rojo de
ira y de tomate, maldijo al perro y a todos sus ancestros. Se puso en pie y fue
hacia el animal, que creía que su dueño jugaba con él.
Simba esperó sentado y con el
loro entre sus patas delanteras, la llegada de su dueño.
Esta vez no se iba a escapar,
estaba a un solo paso de la bestia. Se escapó, con una rapidez inesperada,
cogió otra vez al loro y se situó a más de veinte pasos de Claudio.
“El hombre rojo” volvió a
intentarlo, mientras profería todo un amplio catálogo de improperios y
maldiciones.
Unos cuarenta minutos le
llevó acorralar al can y otros cinco convencerlo que dejara el loro, con la
ayuda de un amenazante tubo de hierro.
¡Por fin tenía a Lázaro! Pero
al darle la espalda, el puto perro
le propinó un mordisco en el tobillo izquierdo, un mordico que parecía que
mantendría para siempre. Claudio, emitiendo una larga cadena de ayees, movió la
pierna de un lado para otro, con la intención de deshacerse de la bestia, sin conseguirlo.
–¡Socorro Milagros! ¡Ayúdame!
¡Esta fiera quiere devorarme como al loro! ¡Es un perro asesino!
No fue necesaria la ayuda de
la mujer, Simba conforme con la intensidad del castigo, soltó y corrió, por lo
que pudiera ocurrir.
Fue mucho menos el daño que
el susto, el animal solamente marcó sus colmillos en la piel y poco más, aún
así, Claudio se encontraba extenuado, herido, y dolorido. El loro bastante
asqueroso, lleno de barro, babas, hierbas y rígido, extremadamente rígido y
frío.
–¿Te encuentras bien?
–pregunto Milagros bastante conmovida por el penoso aspecto de su marido. –Ven
que te voy a curar un poco.
–¿Un poco? Tengo la muñeca
izquierda, como mínimo, relajada, alguna costilla rota del porrazo en la
tomatera. Doce puntos, o más, me tendrán que dar en la mordedura del chucho
endemoniado, que le voy a dar una paliza, que todas la protectoras de animales
se enteraran. Pero ahora no tengo tiempo, he de solucionar este problema, para
que no nos cueste dinero.
Lo que nos puede costar la
gracia del perrito, con la leche que se gasta Eloisa, buena es ella para sus
cosas, no te cuento con su loro del alma. Para más INRI, tiene un sobrino
abogado, que según sé, si tienes la desgracia que te pida la hora y se la das
cinco minutos atrasada o adelantada te mete una demanda.
Claudio, sujetando al loro
con mucho asco, entró cojeando en la casa.
En la bañera, lavó
concienzudamente el cadáver, con agua templada, jabón de baño y champú para
cabellos delicados. Luego, con el mismo celo, lo secó con airé caliente y alisó
sus plumas. No dio por concluida la labor hasta estar seguro, que al
infortunado, no le quedaba ni la más mínima mota de suciedad.
Con la misma figura que entró
en la casa, regresó al exterior, con las leves diferencias de dos vendajes que
cubrían la muñeca y el tobillo dañados. Miró e todas las direcciones, todo
despejado. El cielo no, estaba cubierto por nubes de color gris oscuro. Notó la
falta de una chaqueta.
Encorvado, con el loro pegado
a su pecho escondiéndolo y oteando a todos los lados, se acercó al muro. En voz
baja llamó la atención de su mujer:
– ¡Milagros, Milagros! Ven
aquí y sujétame al loro, mientras me subo a la tapia.
Su esposa se acercó azorada y
tomó al pájaro con mucho cuidado. Claudio, subió a una banqueta, para llegar y
asirse con más facilidad a la parte superior del muro. Dio un pequeño salto y
con una agilidad sorprendente, quizás por la adrenalina del momento, trepó y se
puso a horcajadas.
Con gestos nerviosos,
solicitó a Milagros que le diera el loro. Ella alzó todo lo que pudo los brazos
y se puso de puntillas, pero no llegaba, no era consciente que estaba lejos del
muro, tenía que acercarse un par de pasos más. Posiblemente ofuscada por el
tenso momento, lanzó el loro con fuerza, haciéndolo pasar por encima su marido,
que intentó atraparlo, lo que le hizo perder el equilibrio y caer al otro lado
del muro. Un estruendo de loza rota, hizo temer lo peor a Milagros.
–¡Claudio, Claudio! ¿Te
encuentras bien?
El silbante sonido de un
chistido, fue la única respuesta que se oyó al otro lado.
Claudio había ido a caer
sobre un conjunto de vasijas de barro, que Doña Eloisa había colocado en aquél
lugar a modo de ornamento.
No se preocupo demasiado, por
el golpe, las posibles lesiones y el estropicio que había causado, todo su mente
estaba anegada por deshacerse del loro y salir de allí.
Gruesas gotas de lluvia
cayeron sobre él. Una inesperada “tormentilla”, pensó. Miró, buscando el cadáver del loro, no lo veía por
ninguna parte y el tiempo corría, la dueña podía llegar en cualquier instante y
las gotas de agua comenzaban a caer con más intensidad. No era una tormentilla,
era toda una tormenta de verano con sus rayos y truenos, que no tardó en
empaparlo, mientras buscaba al pájaro muerto.
A punto de claudicar en la
búsqueda, distinguió entre la espesa cortina de agua, un bulto sobre el suelo,
que no entendía a que mente enferma se le había ocurrido ponerlo de una
pegajosa tierra de color anaranjado, como la de algunas plazas de toros, que se
le estaba adhiriendo incómodamente a la suela de los zapatos. ¡Puñetas! Si
aquel bulto era Lázaro, tendría que lavarlo de nuevo. Era Lázaro, cubierto de
aquella tierra, afortunadamente sólo lo afectaba mínimamente, que Claudio limpió con sus manos ayudado por el
torrencial que estaba cayendo.
Corrió hasta el porche, en el
que encontró la jaula del loro con la puerta abierta. ¿Cómo abriría la puerta
el perro?
Introdujo al pájaro, con sumo
cuidado lo colocó sobre la barra y lo apoyó levemente sobre las rejas, a fin
que quedara lo más derecho posible. Cerró la puerta y se alejó unos pasos para
ver el efecto de su trabajo. El loro parecía estar vivo, un poco quieto pero
vivo.
¡Hay que joderse! Lázaro, menudo nombre para un pájaro, si al menos
resucitara… Tras el pensamiento, corrió hacia el muro, pero cuando quiso
detenerse, sus zapatos resbalaron sobre aquella tierra, ya casi barro. Movió la
parte superior del cuerpo con mecánicas rotaciones de cintura, logrando no
perder el equilibrio, pero no pudo frenar el veloz deslizamiento, así que quien
lo detuvo fue el muro.
Al otro lado, Milagros
escuchó el fuerte ruido del impacto y como en la vez anterior preguntó:
– ¡Claudio, Claudio! ¿Te
encuentras bien?
En esta ocasión el chisteo se
oyó como débil silbido, como cuando un globo pequeño se desinfla.
Como pudo, casi sin fuerzas y
dolorido, al quinto intento pudo subir a lo alto del muro, luego saltó
inopinadamente a su propiedad, resbaló nuevamente y el tubo con el que amenazó
al perro, le produjo una herida en la frente.
Aquella herida, la última, la
más dolorosa de todas, porque irrazonablemente la tomó como una venganza del
perro, le punzaba desmesuradamente, se llevó la mano a ella mientras
lentamente, abandonaba los agrios recuerdos de la mañana y regresaba a la
incertidumbre del presente, ayudado por las afónicas quejas de la vecina.
–¡Dios! ¡Yo no hago ningún
mal!
–Milagros –Claudio, casi
siseando, llamó la atención de su esposa –Pregúntale que es lo qué le ocurre,
no vaya a sospechar. Pero recuerda: nosotros no sabemos nada de nada. Mucho ojo
–advirtió, estirando con el dedo índice el párpado inferior, de su ojo derecho
hasta dar miedo.
Milagros obedeció, no sin
antes hacer una mueca de desagrado y con la voz dulce dijo:
–¡Doña Eloisa, doña Eloisa!
¿Qué ocurre? ¿Necesita ayuda?
–¿Que qué me ocurre? –respondió
inmediatamente la afligida mujer. –Esto debe ser Brujería o Vudú, ¡Magia Negra!
Milagros. Ocurre que hace tres día que enterré a Lazarito y ahora me aparece de
nuevo en su jaula.
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