¿EN ESTE REBAÑO DE LOBOS,
QUIÉN ES EL CORDERO?
Cuentos Cotidianos VII
¡Dichosos
los ojos!
Aquella voz estridente y aguardentosa, fuera de tono, hurtó
la atención que le dedicaba a las últimas páginas de “El Ángel Perdido” de
Javier Serra, y me hizo buscar con la vista la procedencia de aquella sonora
exclamación. No tardé mucho en dar con ella, pues volvió a repetirla, en esta
ocasión en su versión completa: ¡Dichosos los ojos que te ven! Pertenecía un
hombre enjuto, de unos setenta años, en el que resaltaba de manera muy
llamativa las arrugas de su rostro, que hacían recordar la orografía de
Afganistán. Posiblemente no fuera tan mayor, pero sus arrugas, junto al tono
gris del pelo de su cabeza y el bigote, así lo hacían apreciar. Era la primera
vez que lo veía en la cafetería, lo mismo que al que entraba en el local, la
persona a la que le iba dirigido el llamativo saludo, un hombre joven de
aspecto fuerte y el peinado, nada original, a lo Cristiano Ronaldo. Al que, a
decir por su amago a darse la vuelta y marcharse, no le agradaba el encuentro con aquella persona. Bajó la
cabeza y se acercó.
–¡Vaya, vaya, vaya! –continuó la inquietante voz del señor
mayor. –Ya digo: ¡Dichosos los ojos que te ven! Son ya más de seis meses, que
no sé nada de ti, así que no sabes el gusto que me da ponerte los ojos encima.
¿Has estado de vacaciones?
El
recién llegado no contestó, se limitó a mover su cabeza agachada de un lado a
otro a modo de negativa.
– Pues, recluido en un hospital o en la cárcel, no creo que
hayas estado. Te veo muy moreno, bronceado. ¿Has estado trabajando en la costa?
–el muchacho volvió a negar con la cabeza.– En algún lugar habrás estado, en
algún sitio habrás cogido ese moreno. ¿Dónde?
–Hemos estado en el pueblo de mi mujer, en casa de sus
padres. –ante la insistencia, el chaval habló con tono compungido y sin poder
levantar la cabeza. –Teníamos que comer, y el único lugar en que nos darían
algo era allí. No mucho, tan sólo por unos días, ellos tampoco andan muy bien
económicamente. Ya sabe usted como están las cosas, la crisis…
– ¿La crisis? Eres un cabrón. Ya he perdido la cuenta de las
veces que he llamado a la puerta del piso. Llegué a pensar que os habías ido,
pero algún vecino me dijo, que por las noches habían escuchado al niño y a
alguien que chisteaba.
Supongo que me vas a decir que continuas en el paro y que no
tienes dinero, que el mes que viene, que…
El rollo de siempre. Pero para tomarte una caña si que hay,
¿no? –volvió a recibir otra negativa silenciosa. –Entonces… ¿a qué has entrado
aquí? Porque, por verme y saludarme afectuosamente, no creo que haya sido.
–He entrado a pedir trabajo. –intentó levantar la voz, pero
no la cabeza.
– A buscar trabajo… A mí ya no me engañas, sabandija.
Te voy a decir claramente una cosa, que quiero que te la aprendas
bien y que no la olvides. –hizo una pausa, le golpeó con la punta de los dedos
el pecho repetidamente y continuo casi silabeando las palabras. – Si no me
pagas, ¡ya!, los nueve meses que me debes del piso, moroso de mierda, el
primero de Octubre no os quiero en él. Tienes diez días para ahuecar, de lo contrario, como ya he hecho con gentuza como
tú en otros de mis pisos, te irán a visitar y ayudarte a salir unos amigos
míos. Si esto ocurre, trátalos bien, suelen cabrearse con facilidad.
Y no te pienses, que por el simple hecho de irte, dejarás de
tener una deuda conmigo, porque de eso nada. Continuarás con ella, más los
intereses y tarde más que menos, aunque desearas que sea en el menor tiempo
posible, la pagarás.
Y ahora pide trabajo, desgraciado.
No pude ver en ningún momento las
expresiones del viejo arrendador, me lo impidió una columna, sólo su apresurada
marcha. Las que sí pude observar fueron la del joven inquilino. Más bien
inexpresión En todo momento permaneció con la cabeza agachada, no movió ni un
solo músculo de la cara. Era la imagen de un hombre sin fuerzas para oponerse,
vencido. Noté como se le humedecían sus ojos y como una lágrima recorría su
pómulo, justo hasta la mitad y luego caía al suelo rompiéndose en mil gotas que
nada mojaron.
Quizás, la lágrima fue solo en mi imaginación, pero juraría
ante un juez haberla visto.
De repente entró en la cafetería “el secuestrador de
periódicos”, mirando nerviosamente a un lado y a otro, mientras avanzaba como
un comando en la selva. Aunque realmente a lo que me recordó en aquél instante
fue a un grajo dentro de un granero, preguntándose ante la abundancia: ¿Por qué
grano comienzo?
Pero este grajo
lo que quería era el periódico del día. Lo encontró y se sentó en su
mesa habitual junto a la tragaperras.
La acción de este personaje odioso, me distrajo de la escena
del desahuciado. Volví a mirarlo. De su cara había desaparecido la vergüenza y
la derrota, ahora mostraba otra de tranquilidad absoluta, como si la vida
cotidiana y sus típicos problemas les fueran ajenos, como si de otra persona se
tratara. Delante de él habían servido una copa de coñac, a decir por la forma
de balón del recipiente y el color del contenido.
Del bolsillo de su camisa extrajo un teléfono móvil, un
iPhone sin lugar a dudas, tocó la
pantalla y se lo aproximó al oído.
Como suelen hacerlo un gran número de personas, que para hablar siempre se cambian de
lugar, abandonó el sitio que ocupaba en la barra y se colocó cerca de mí.
– Oye niña. Escúchame bien.
Me he encontrado con el hijo de puta del casero…
– …
– ¡Que va! Me lo he encontrado de golpe. Ya te lo contaré.
Una pasada tía. Estaba con un mosqueo de cojones. Que sí, que ya te contaré.
¡Óyeme! Nos tenemos que largar antes del uno del mes que
viene.
– …
–Sí tan pronto, cagando leches. Así que vete preparando las cosas, nos vamos mañana
por la noche. Tenemos que coger por sorpresa al tío este. Saca primero el
ordenador, la consola, la tele y el equipo de sonido. Llama al Piojo para que
se lo lleve en la furgoneta.
Yo iré a ver, dentro de un rato, a la vieja que nos
alquilaba la casa.
– …
– Tía, ya sé que no es güai, pero de momento no hay otra
cosa.
¿Fianza? ¡Ya!
Va de culo. Le meteré el rollo: Que si el paro, la crisis, lo que vale mantener
a la criatura… Que el mes que viene en vez de dos meses de fianza, con una
pasta que tengo que coger, le daremos cuatro…
Y si todo eso falla, usare lo del calabrote de oro de mi
santa vieja, que está con los angelitos. Que sólo se lo dejo en prenda, no me
quedaría sin él por nada en el mundo, podría matar si algún desgraciado me lo
quisiera robar…
– …
Sí, un artistazo.
– …
¡Ah! Vengo de verlo, está cojonudo. Sin un rayazo, equipo de
sonido bestial, color rojo, la tapizaría nueva…
He quedado en que mañana les daré la pasta, que me lo tengan
listo. Le van a poner un enchufe para el iPhone.
Así que este fin de semana nos vamos a la playa a ver a la
Nuri y al Mario. Se les van a caer las calaveras cuando nos vean en el Audi.
Bueno tronca, en dos o tres horas estoy ahí, y prepárate,
que con lo del carro, estoy salido.
Tocó la pantalla, se guardó su
iPhone 4S y regresó junto a la copa de coñac o de lo que fuera. Se la bebió de
un solo trago, pidió la cuenta, pago y casi dando unos pasos de baile se largo.
Yo me quedé sin palabras, sólo una cosa tuve clara en
aquellos momentos, en los que mi mente intentaba ordenarse: que aquella
lágrima, solamente corrió por mi imaginación.
Juan Antonio Rguez Méndez del Soto
Formas muy "normales" de encarar las crisis, de cualquier índole, y el más honrado (llámese gilipollas)pues es el que termina pagando. Lo malo es que no sabe una de qué lado está o ponerse ¡qué descalabro, Dios mío!
ResponderEliminarEs la picaresca habitual española, utiliza todos los medios para conseguir o lucrase de algo ajeno, aún quedan algunos carotas de esos, pero por desgracia; el relato tiene mas de verdad actualmente por los desahucio que la Junta viene realizando sin compasión alguna… El final sorpresivo y picaresco que has dado al relato, me gusta… Un abrazo.
ResponderEliminarJuan Antonio que alegría poder seguir en contacto contigo aunque sea a través de este medio, un abrazo y siento mucho la pérdida del maestro Mesa QEPD.
ResponderEliminarMe hago seguidor de tu blog automáticamente. Un abrazo y espero que estés bien.Un recuerdo muy entrañable de todos los victorianos
Casimiro