Plaza del Comercio |
Panteón Nacional |
El lacónico titulo de este artículo no se debe a la falta de
imaginación de quien lo escribe. Ocurre
que para los que han tenido la suerte de conocer el corazón y cual es el ritmo
de sus latidos de esta ciudad, su nombre: Lisboa, se lo dice absolutamente
todo. La mente se llena de inmediato de recuerdos, imágenes, luces, colores,
sonidos, olores, sabores… que solamente en ella puedes encontrar, imposibles en
otros lugares.
Para mi es una ciudad especial, posee un embrujo suave, sin
estridencias, como ese perfume que penetra en el olfato sin herir,
acariciándolo sin sobresaltarlos, que lo notas y tienes conciencia de donde
proviene, que te envuelve y sin embargo no evita que puedas notar otros aromas,
otras sensaciones. Podría afirmar que esta ciudad es como un estado de ánimo.
A ella tenemos que llegar con tiempo, sin prisas, no querer
andarla de una sola vez. Hay que vivirla como sólo el portugués sabe vivir la
Vida, con calma, con tiempo para todo y cada cosa a su tiempo. Si hoy no se
puede habrá otros días. Lisboa no se ve en una sola visita ni en dos, a Lisboa
hay que verla y estar siempre que podamos.
Nunca defraudará, te mostrará algo nuevo a cada hora del día
o de la noche, en cada esquina de sus calles, a orillas del Tajo que se hace
mar, en sus barrios… Alfama, Chiado…
Lisboa hay que vivirla, dejarse abrazar por su melancolía
mientras un fado te arrulla. Un fado como la inolvidable Amalia Rodrígues sabía
interpretarlos o como hoy lo cantan, con nuevos matices, Mariza, Mísia o
Cristina Branco. Nunca nadie pudo componer mejor banda sonora a los paseos por
una ciudad.
Es el Fado, que bien podemos traducir como destino –del Latín fatum –,
una forma de cantar, que en sus comienzos fue patrimonio de las clases bajas,
prostitutas y maleantes. Tuvo sus primeros escenarios en las tabernas
acompañado de mal vino, en los muelles, en las calles menos iluminadas y de
peor catadura de la Lisboa del siglo XIX. En la actualidad es la melodía típica de Portugal, tanto como el Flamenco a
España o el Tango para Argentina.
Estatua de Camoes |
No se debe abandonar Lisboa sin haber escuchado, al menos, uno de
estos desgarrados cantos, temas de esperanzas y desconsuelos; de amores
imposibles, perdidos, deseados, no correspondidos, recordados. Y para ello nada
mejor que un tranquilo paseo nocturno por las empinadas callejuelas de Alfama.
Allí, en el número 20 de la Rua Sáo Miguel, se encuentra un pequeño local, “A
Baiuca”, con fama de concurrir en el los mejores fadistas de la ciudad. Aquí al
Fado lo llaman “vadio”, que traducen por “amador” y que viene a significar que
cualquiera puede levantarse y cantar.
Antes y después de este, todos en la misma dirección, tras pasar la
Catedral la oferta es variada: “Clube de Fado”, “Casa do Fado e da Guitarra
Portuguesa”, “Guitarras de Lisboa”, “Pateo de Alfama” o “Pateo Santana” por
nombrar algunos.
Como hemos dicho Alfama es la cuna y casa del Fado, pero lo podemos encontrar en cualquier otro lugar, por ejemplo en el Barrio de Graça “La Tasca de Jaime” y en el Barrio Alto, justo en la calle de “Diario de Noticias”, el conocido café “La Tasca do Chico” con sus paredes repletas de fotografías de cantantes, que en su tiempo pasaron por el local: Eduardo María, Ruí de Castro, Joao Casanova, Fernando Mauricio… O encontrarnos sin esperarlo en una calle, surcada por los railes del tranvía, con el café “Vai Tu”, propiedad de una sociedad de excursionistas del mismo nombre, en el que profesionales y aficionados se reúnen a cantar un tanto por libre. Tasca, bar, café o restaurante, puede elegir el ambiente que mejor le acompañe en ese momento. A mi particularmente me gusta caminar, casi perdido, por la trama laberíntica de las callejuelas y escaleras menos transitadas de Alfama y esperar que una voz furtiva escape de alguna de las pequeñas tabernas, que se esconden de las multitudes y la fama, bajo la ropa tendida en los pequeños balcones y ventanas, que siempre parecen mirar a otro lado, como distraídos, como si desde ellos no se pudiera ver nada. Sólo ropa tendida.
No, no me tengo por una persona rara, cada ciudad tiene sus modos de
visitarlas, conocerlas, siempre dejando para el final los fríos datos
estadísticos: números de habitantes, renta per cápita.
A Lisboa suelo pasearla al contrario que la mayoría de los visitantes
acostumbran, que comienzan desde la Estación de Oriente, Sete Ríos, el
aeropuerto o el puente Vasco da Gama para continuar por Marqués de Pombal, la
Avenida da Libertade, Rossio, Rua do Ouro, Praça do Comercio…
Me gusta empezar a mirarla desde Torreiro do Paço, igual que aquellos que tras largos viajes de
conquistas y descubrimientos regresaban a su tierra. Lisboa es añoranza,
nostalgia, morriña, dígase como se quiera, aquí: saudade, que dicen que es más
que todo lo mencionado anteriormente.
Suelo mirarla lo más cerca del mar que me es posible, como si acabara
de desembarcar. Luego doy comienzo a mi caminar por la orilla del río a punto
de ser mar, dejando la Plaça do
Comercio a mi derecha, cruzo la Avenida 24 de Julio, vuelvo a girar a la
diestra, justo al lado del edificio en el que se ubicó el “Gran Hotel Central”,
que trae a la mente las imágenes de espías y confidentes alemanes, británicos,
franceses… en aquellos años de la II Guerra Mundial. Y antes de adentrarme más en tierra, Hago una
pequeña parada y tomo algo en el “British Bar” –rúa Bernardino Acosta, 52 –,
que aunque su nombre pueda sonar al de un pub, no es más que un pequeño bar
cercano al Tejo y a Cais do Sodré. Un
local sin ninguna gracia especial, que se llena con seis o siete personas,
quizás puedan caber hasta diez en tiempo de invierno.
Tras su maciza y vieja barra de madera, un extraño reloj preside el
local, un reloj cuyas manecillas recorren su esfera al revés sin ninguna
explicación. Está sobre la pared hace muchos años, él y un grotesco muñeco, son
los dos únicos elementos que destacan en la decoración del decadente bar. El
mismo que Wim Wenders fotografío para su película “Lisbon Story”, en la que
también, y como un regalo, podemos oír a Madredeus interpretando una canción
que dice:
Madrugada,/ Descobre-me o rio/ que atravesso tanto/
para nada,/ E este encanto,/ prende por um fio,/ é a testemunha do que/ eu sei
dizer./ E a cidade,/ chamam-lhe Lisboa,/ mas é só o rio/ que é verdade,/ só o
rio,/ é a casa de água,/ casa da cidade em que vim nascer./ Tejo, meu doce
Tejo,/ corres assim,/ corres há milénios sem/ te arrepender,/ és a casa da água
onde/ há poucos anos eu/ escolhi nascer.
Luego,
aún acompañado en mi mente, por los ecos de la melodía, tomar por la Rua do
Arsenal, dejar a la izquierda la Praça do Municipio,
en la que se encuentra la Cámara Municipal y unas esculturas modernas de acero
inoxidable que nada adornan, llegar a la
Praça do Comercio,
Una vez terminado el círculo de mi
footing-paseo ritual, independientemente de que el ejercicio haya resultado
fatigoso o no, únicamente por gusto, ver pasar la vida por un rato ó descarada
molicie, tomo asiento tras un velador del café Martinho da Arcada.
Mientras saboreo con exasperante lentitud
una bica, observo el transitar de la gente, el eterno ir y venir de los
tranvías, el paso de las nubes…
Elevador de Santa Justa |
Una vez repuesto del cansancio o la
curiosidad, me adentro en la ciudad por la Rua da Prata. Quizás llego hasta el
Largo de São Domingo o tomarme una típica ginjinha de Óbidos
naturalmente, sólo por eso por típica, en la rúa Dom Antåo do Armada. Para más
tarde, ya a la hora del aperitivo, perderme en cualquier
lugar entre Restauradores, Martim Moníz ó hacia el lado opuesto, el Barrio
Alto.
Podría hablar de
mil sitios que visitar en Lisboa, pero esto no pretende ser ninguna guía de
viaje, aunque al final pueda parecerlo, únicamente se trata de mi visión de la
ciudad. Una ciudad que conviene verla de forma un tanto anárquica, lejos de
rutas para turistas preestablecidas, según convenga, según talante, según las
ganas con que se haya amanecido, según la compañía… y lo que pretendas de ella.
Si usted es de
los que comienzan desde la tierra al río, notará que su regreso es más arduo.
Todo en Lisboa está cuesta arriba, pero el esfuerzo de subir a cualquiera de
sus siete colinas, sí el mismo número que en Roma. siempre tiene su premio.
Encontrará lugares con nombres como Graça, Penha de França, Santa Catarina, Santa Luzia,
Porta do Sol… Son miradores desde los que se disfrutan vistas impresionantes de
la ciudad, del Tejo, pero sobre todo el atardecer cuando Lisboa se tiñe de
colores vivos con un inesperado tono dorado.
Si costó subir,
costará bajar. Es difícil sustraerse a un panorama, en el que comienzan a
encenderse las bombillas de las farolas, las de las casas como en un arrullo
visual, como el péndulo de un hipnotizador.
Para
que el ir a cualquier lugar de su abrupta fisonomía no se transforme en un
ejercicio atlético, esta ciudad está llena de ingenios. A la escritora estadounidense
Mary McCarthy, novelista y ensayista autora de “Prosas ocasionales”, le parecía
una ciudad mágica llena de inventos
ingeniosos como mecanismos de juguetes: ascensores, tranvías, funiculares…
Imposible
pensar en Lisboa sin el elevador de Santa Justa, sin los funiculares de la
Gloria o la Bica y por supuesto sin sus tranvías, que desde 1901 recorren las
calles con el peculiar sonido de sus campanillas.
Por
cierto, si tras lo dicho alguien tiene prisa por llenarse de esta ciudad el
mejor medio es este: los “eléctricos”, los tranvías. Entre los que he de resalta la Línea 28, –inmortalizada
en el cine en “Dans la ville blanche” de Alain Tanner –, que puede ser
una buena forma de conocer la ciudad y sus habitantes, pese a encontrarse habitualmente repleto de
turistas, ya que une en su sinuoso recorrido lugares tan emblemáticos como Alfama, la Baixa, las colinas de Barrio Alto,
Chiado, Estrela, y Prazeres. Con el puedes, sin cansarte y en muy poco tiempo,
ir a la Sé, la peculiar catedral de Lisboa e iglesia más antigua de la ciudad
-1147-, al Castillo de San Jorge a los diferente miradores que mencioné, a
contemplar las estatuas de Luis de Camões decorada sin ningún gusto y recato por las palomas o la de Pessoa
esperando sentado en un velador del “Café A Brasileira” a que un turista más se
fotografíe junto a el.
También esta abarrotada reliquia
rodante, que confiere un toque de color a las calles por las que transita, te
deja cerca de dos lugares que siempre que me es posible no dejo a un lado: la
Feria de Ladra y el Panteón Nacional.
La enorme y blanca cúpula que luce el
Panteón Nacional es de las construcciones más visibles y llamativas que de
Lisboa se aprecian desde el rio. Destaca como un faro diurno sobre la modestia
de los tejados de Alfama.
En el se encuentran las tumbas de altas
personalidades de la Historia portuguesa, los escritores: Almeida Garret, Joao
de Deus, Guerra Junqueiro, Aquilino Ribeiro. Presidentes de la nación: Manuel
de Airreaga, Teófilo Braga, Óscar Carmona y Sidonio Pais. El político y
mariscal Humberto Delgado y la fadista Amalia Rodrigues.
Así como los cenotafios de: Nuno
Álvares Pereira, Infante Don Henrique, Vasco de Gama, Pedro Álvares Cabral,
Alfonso de Alburquerque y Luis de Camoes.
En cuanto a la Feria de Ladra, he de
confesar que se trata de una debilidad secreta que tengo por las cosas viejas y
usadas. No es que compre este tipo de objetos, mi vicio es más bien visual, me
gusta ver cámaras fotográficas de grandes y deseada marcas, que seguramente no
tomarán ninguna instantánea más, bolígrafos con la tinta seca o sin ella,
candiles de cobre que hace tiempo perdieron su pabilo, maquinas de escribir
unas de color negro, otras de gris a las que sólo algún niño, con su insaciable
curiosidad, volverá a pulsar sus teclas. Muñecas olvidadas por la edad,
soldados de plomo licenciados, maquetas de trenes sin estaciones a las que
llegar, el balón de fútbol que no perteneció ni a Eusebio ni a Ronaldo. Trastos
sin más valor que el que le dé quien los quiere vender.
Entre tanto cachivache obsoleto se
dejan ver con disimulo lo último en tecnología, algún ordenador portátil,
maquinas digitales, teléfonos móviles, todo ello también usados. Allí encontré
uno igual al que perdí días antes en el metro. Lo compré a buen precio y
casualmente, como tenía el mío, el directorio de la gente que conozco.
Las cosas no son caras en Ladra, además
siempre se puede regatear.
En Ladra, quizás haya cientos de
objetos sustraídos, pero en ella no operan los ladrones, aunque no olvido que
en Ladra, robó mi corazón la sonrisa de una mujer, que con aire coquetamente
infantil, se probaba un sombrero rojo, que a mi gusto no le sentaba nada bien.
Monedas, sellos, relojes entre ropas y
zapatos. Posiblemente alguna joya antigua y cara, que perteneció a una princesa,
algo difícil de creer. Pero quién puede saber la verdad.
Sentada
en el bordillo de la acera, la viejecita enlutada, ofrece el cordón de oro, con
un enorme crucifijo del mismo metal. Dice que perteneció a su abuela y que hoy
lo vende porque le hace falta para comer, la filla do carajo de la crisis.
El precio que pide no es excesivo y
siempre habrá quien lo quiere más barato. Regateará, seguramente lo comprará
por menos dinero y se sentirá feliz por su hazaña.
La viejecita, a la siguiente semana
regresará, para vender un nuevo cordón con crucifijo idénticos al que ya
vendiera, que también dirá que perteneció a su pobre abuela.
Se decía y por eso así se llama, que la
mayoría de las cosas que se robaban en la ciudad aparecían en la Feria de
Ladra. Hoy dicen que ya no, pero… ¿A quién le interesa saberlo? Uno de los
grandes atractivos de este mercadillo, es la duda del pecado. Tras nuestra
verdad, la que enseñamos siempre, se esconde un delincuente venial en potencia.
¿Será barato porque es robado?
Sí, Ladra es como el Rastro, más
pequeño, con otro sabor, con otra luz, pero como el Rastro. Un rastro al que no
cantará Paxi Andion. Ni falta, ya habrá más de un fado que lo haga.
La Feria de Ladra con sus colores mates,
como pátina que confiere el uso, la mezcla de artículos modernos y viejos. los
clientes que lo abarrotan con tranquilidad, sin ruidos ni empellones, situado
el inclinado Campo de Santa Clara, compone una imagen anacrónica al observarla
a la sombra de la majestuosidad y belleza del Panteón Nacional, que como nos
consta es morada al recuerdo de los grandes de la Historia de esta ciudad. Una
curiosidad, el lugar que ocupa este monumento al recuerdo, antes fue la parcela
e n la que se acometían las obras para una futura iglesia, bajo la advocación
de Santa Engracia, que se dilataban en el tiempo sin ver su fin. En Lisboa es
muy usada, para referirse a algo que no acaba nunca, la frase: “como las obras de Santa Engracia” son para mi como una sipnosis,
la síntesis de esta ciudad a la que siempre añoro y regreso. Ahora me acompaña
aquella mujer que me sonrió cuando se probaba un sombrero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario