jueves, 7 de noviembre de 2013

LISBOA. Ouvir, Descubra, Sentir, Oihar, Lembre-se, Voltar, Estar


 En esta ocasión quiero escribir sobre una de mis pasiones, lejos del estrés que produce la actualidad.
Le invito a contemplar algunas vistas de Lisboa, en varias fotografías de las cientos que he tomado de la capital portuguesa.
Y si le interesa puede leer unas líneas que le he dedicado.

                                                                    L I S B O A




Plaza del Comercio










Panteón Nacional














El lacónico titulo de este artículo no se debe a la falta de imaginación de quien lo  escribe. Ocurre que para los que han tenido la suerte de conocer el corazón y cual es el ritmo de sus latidos de esta ciudad, su nombre: Lisboa, se lo dice absolutamente todo. La mente se llena de inmediato de recuerdos, imágenes, luces, colores, sonidos, olores, sabores… que solamente en ella puedes encontrar, imposibles en otros lugares.
Para mi es una ciudad especial, posee un embrujo suave, sin estridencias, como ese perfume que penetra en el olfato sin herir, acariciándolo sin sobresaltarlos, que lo notas y tienes conciencia de donde proviene, que te envuelve y sin embargo no evita que puedas notar otros aromas, otras sensaciones. Podría afirmar que esta ciudad es como un estado de ánimo.
A ella tenemos que llegar con tiempo, sin prisas, no querer andarla de una sola vez. Hay que vivirla como sólo el portugués sabe vivir la Vida, con calma, con tiempo para todo y cada cosa a su tiempo. Si hoy no se puede habrá otros días. Lisboa no se ve en una sola visita ni en dos, a Lisboa hay que verla y estar siempre que podamos.
Nunca defraudará, te mostrará algo nuevo a cada hora del día o de la noche, en cada esquina de sus calles, a orillas del Tajo que se hace mar, en sus barrios… Alfama, Chiado…
Lisboa hay que vivirla, dejarse abrazar por su melancolía mientras un fado te arrulla. Un fado como la inolvidable Amalia Rodrígues sabía interpretarlos o como hoy lo cantan, con nuevos matices, Mariza, Mísia o Cristina Branco. Nunca nadie pudo componer mejor banda sonora a los paseos por una ciudad.
Es el Fado, que bien podemos traducir como destino –del Latín fatum –, una forma de cantar, que en sus comienzos fue patrimonio de las clases bajas, prostitutas y maleantes. Tuvo sus primeros escenarios en las tabernas acompañado de mal vino, en los muelles, en las calles menos iluminadas y de peor catadura de la Lisboa del siglo XIX. En la actualidad es la melodía  típica de Portugal, tanto como el Flamenco a España o el Tango para Argentina.
Estatua de Camoes
No se debe abandonar Lisboa sin haber escuchado, al menos, uno de estos desgarrados cantos, temas de esperanzas y desconsuelos; de amores imposibles, perdidos, deseados, no correspondidos, recordados. Y para ello nada mejor que un tranquilo paseo nocturno por las empinadas callejuelas de Alfama. Allí, en el número 20 de la Rua Sáo Miguel, se encuentra un pequeño local, “A Baiuca”, con fama de concurrir en el los mejores fadistas de la ciudad. Aquí al Fado lo llaman “vadio”, que traducen por “amador” y que viene a significar que cualquiera puede levantarse y cantar. 
Antes y después de este, todos en la misma dirección, tras pasar la Catedral la oferta es variada: “Clube de Fado”, “Casa do Fado e da Guitarra Portuguesa”, “Guitarras de Lisboa”, “Pateo de Alfama” o “Pateo Santana” por nombrar algunos.

Como hemos dicho Alfama es la cuna y casa del Fado, pero lo podemos encontrar en cualquier otro lugar, por ejemplo en el Barrio de Graça “La Tasca de Jaime” y en el Barrio Alto, justo en la calle de “Diario de Noticias”, el conocido café “La Tasca do Chico” con sus paredes repletas de fotografías de cantantes, que en su tiempo pasaron por el local: Eduardo María, Ruí de Castro, Joao Casanova, Fernando Mauricio… O encontrarnos sin esperarlo en una calle, surcada por los railes del tranvía, con el café “Vai Tu”, propiedad de una sociedad de excursionistas del mismo nombre, en el que profesionales y aficionados se reúnen a cantar un tanto por libre. Tasca, bar, café o restaurante, puede elegir el ambiente que mejor le acompañe en ese momento. A mi particularmente me gusta caminar, casi perdido, por la trama laberíntica de las callejuelas y escaleras menos transitadas de Alfama y esperar que una voz furtiva escape de alguna de las pequeñas tabernas, que se esconden de las multitudes y la fama, bajo la ropa tendida en los pequeños balcones y ventanas, que siempre parecen mirar a otro lado, como distraídos, como si desde ellos no se pudiera ver nada. Sólo ropa tendida.
No, no me tengo por una persona rara, cada ciudad tiene sus modos de visitarlas, conocerlas, siempre dejando para el final los fríos datos estadísticos: números de habitantes, renta per cápita.
A Lisboa suelo pasearla al contrario que la mayoría de los visitantes acostumbran, que comienzan desde la Estación de Oriente, Sete Ríos, el aeropuerto o el puente Vasco da Gama para continuar por Marqués de Pombal, la Avenida da Libertade, Rossio, Rua do Ouro, Praça do Comercio…
Me gusta empezar a mirarla desde Torreiro do Paço, igual que aquellos que tras largos viajes de conquistas y descubrimientos regresaban a su tierra. Lisboa es añoranza, nostalgia, morriña, dígase como se quiera, aquí: saudade, que dicen que es más que todo lo mencionado anteriormente.
Suelo mirarla lo más cerca del mar que me es posible, como si acabara de desembarcar. Luego doy comienzo a mi caminar por la orilla del río a punto de ser mar, dejando la Plaça do Comercio a mi derecha, cruzo la Avenida 24 de Julio, vuelvo a girar a la diestra, justo al lado del edificio en el que se ubicó el “Gran Hotel Central”, que trae a la mente las imágenes de espías y confidentes alemanes, británicos, franceses… en aquellos años de la II Guerra Mundial.  Y antes de adentrarme más en tierra, Hago una pequeña parada y tomo algo en el “British Bar” –rúa Bernardino Acosta, 52 –, que aunque su nombre pueda sonar al de un pub, no es más que un pequeño bar cercano  al Tejo y a Cais do Sodré. Un local sin ninguna gracia especial, que se llena con seis o siete personas, quizás puedan caber hasta diez en tiempo de invierno.
Tras su maciza y vieja barra de madera, un extraño reloj preside el local, un reloj cuyas manecillas recorren su esfera al revés sin ninguna explicación. Está sobre la pared hace muchos años, él y un grotesco muñeco, son los dos únicos elementos que destacan en la decoración del decadente bar. El mismo que Wim Wenders fotografío para su película “Lisbon Story”, en la que también, y como un regalo, podemos oír a Madredeus interpretando una canción que dice:  
Madrugada,/ Descobre-me o rio/ que atravesso tanto/ para nada,/ E este encanto,/ prende por um fio,/ é a testemunha do que/ eu sei dizer./ E a cidade,/ chamam-lhe Lisboa,/ mas é só o rio/ que é verdade,/ só o rio,/ é a casa de água,/ casa da cidade em que vim nascer./ Tejo, meu doce Tejo,/ corres assim,/ corres há milénios sem/ te arrepender,/ és a casa da água onde/ há poucos anos eu/ escolhi nascer.
Luego, aún acompañado en mi mente, por los ecos de la melodía, tomar por la Rua do Arsenal, dejar a la izquierda la Praça do Municipio, en la que se encuentra la Cámara Municipal y unas esculturas modernas de acero inoxidable que nada adornan, llegar a la  Praça do Comercio,
Una vez terminado el círculo de mi footing-paseo ritual, independientemente de que el ejercicio haya resultado fatigoso o no, únicamente por gusto, ver pasar la vida por un rato ó descarada molicie, tomo asiento tras un velador del café Martinho da Arcada.
Mientras saboreo con exasperante lentitud una bica, observo el transitar de la gente, el eterno ir y venir de los tranvías, el paso de las nubes…
Elevador de Santa Justa
Una vez repuesto del cansancio o la curiosidad, me adentro en la ciudad por la Rua da Prata. Quizás llego hasta el Largo de São Domingo o tomarme una típica ginjinha de Óbidos naturalmente, sólo por eso por típica, en la rúa Dom Antåo do Armada. Para más tarde, ya a la hora del aperitivo, perderme en cualquier lugar entre Restauradores, Martim Moníz ó hacia el lado opuesto, el Barrio Alto.
Podría hablar de mil sitios que visitar en Lisboa, pero esto no pretende ser ninguna guía de viaje, aunque al final pueda parecerlo, únicamente se trata de mi visión de la ciudad. Una ciudad que conviene verla de forma un tanto anárquica, lejos de rutas para turistas preestablecidas, según convenga, según talante, según las ganas con que se haya amanecido, según la compañía… y lo que pretendas de ella.
Si usted es de los que comienzan desde la tierra al río, notará que su regreso es más arduo. Todo en Lisboa está cuesta arriba, pero el esfuerzo de subir a cualquiera de sus siete colinas, sí el mismo número que en Roma. siempre tiene su premio. Encontrará lugares con nombres como  Graça, Penha de França, Santa Catarina, Santa Luzia, Porta do Sol… Son miradores desde los que se disfrutan vistas impresionantes de la ciudad, del Tejo, pero sobre todo el atardecer cuando Lisboa se tiñe de colores vivos con un inesperado tono dorado.
Si costó subir, costará bajar. Es difícil sustraerse a un panorama, en el que comienzan a encenderse las bombillas de las farolas, las de las casas como en un arrullo visual, como el péndulo de un hipnotizador.
Para que el ir a cualquier lugar de su abrupta fisonomía no se transforme en un ejercicio atlético, esta ciudad está llena de ingenios. A la escritora estadounidense Mary McCarthy, novelista y ensayista autora de “Prosas ocasionales”, le parecía una ciudad mágica llena de inventos ingeniosos como mecanismos de juguetes: ascensores, tranvías, funiculares…
Imposible pensar en Lisboa sin el elevador de Santa Justa, sin los funiculares de la Gloria o la Bica y por supuesto sin sus tranvías, que desde 1901 recorren las calles con el peculiar sonido de sus campanillas.
Por cierto, si tras lo dicho alguien tiene prisa por llenarse de esta ciudad el mejor medio es este: los “eléctricos”, los tranvías.  Entre los que he de resalta la Línea 28, –inmortalizada en el cine en “Dans la ville blanche” de Alain Tanner –, que puede ser una buena forma de conocer la ciudad y sus habitantes,  pese a encontrarse habitualmente repleto de turistas, ya que une en su sinuoso recorrido lugares tan emblemáticos como Alfama, la Baixa, las colinas de Barrio Alto, Chiado, Estrela, y Prazeres. Con el puedes, sin cansarte y en muy poco tiempo, ir a la Sé, la peculiar catedral de Lisboa e iglesia más antigua de la ciudad -1147-, al Castillo de San Jorge a los diferente miradores que mencioné, a contemplar las estatuas de Luis de Camões decorada sin ningún gusto y recato por las palomas o la de Pessoa esperando sentado en un velador del “Café A Brasileira” a que un turista más se fotografíe junto a el.
También esta abarrotada reliquia rodante, que confiere un toque de color a las calles por las que transita, te deja cerca de dos lugares que siempre que me es posible no dejo a un lado: la Feria de Ladra y el Panteón Nacional.
La enorme y blanca cúpula que luce el Panteón Nacional es de las construcciones más visibles y llamativas que de Lisboa se aprecian desde el rio. Destaca como un faro diurno sobre la modestia de los tejados de Alfama.
En el se encuentran las tumbas de altas personalidades de la Historia portuguesa, los escritores: Almeida Garret, Joao de Deus, Guerra Junqueiro, Aquilino Ribeiro. Presidentes de la nación: Manuel de Airreaga, Teófilo Braga, Óscar Carmona y Sidonio Pais. El político y mariscal Humberto Delgado y la fadista Amalia Rodrigues.
Así como los cenotafios de: Nuno Álvares Pereira, Infante Don Henrique, Vasco de Gama, Pedro Álvares Cabral, Alfonso de Alburquerque y Luis de Camoes.
En cuanto a la Feria de Ladra, he de confesar que se trata de una debilidad secreta que tengo por las cosas viejas y usadas. No es que compre este tipo de objetos, mi vicio es más bien visual, me gusta ver cámaras fotográficas de grandes y deseada marcas, que seguramente no tomarán ninguna instantánea más, bolígrafos con la tinta seca o sin ella, candiles de cobre que hace tiempo perdieron su pabilo, maquinas de escribir unas de color negro, otras de gris a las que sólo algún niño, con su insaciable curiosidad, volverá a pulsar sus teclas. Muñecas olvidadas por la edad, soldados de plomo licenciados, maquetas de trenes sin estaciones a las que llegar, el balón de fútbol que no perteneció ni a Eusebio ni a Ronaldo. Trastos sin más valor que el que le dé quien los quiere vender.
Entre tanto cachivache obsoleto se dejan ver con disimulo lo último en tecnología, algún ordenador portátil, maquinas digitales, teléfonos móviles, todo ello también usados. Allí encontré uno igual al que perdí días antes en el metro. Lo compré a buen precio y casualmente, como tenía el mío, el directorio de la gente que conozco.
Las cosas no son caras en Ladra, además siempre se puede regatear.
 En Ladra, quizás haya cientos de objetos sustraídos, pero en ella no operan los ladrones, aunque no olvido que en Ladra, robó mi corazón la sonrisa de una mujer, que con aire coquetamente infantil, se probaba un sombrero rojo, que a mi gusto no le sentaba nada bien.
Monedas, sellos, relojes entre ropas y zapatos. Posiblemente alguna joya antigua y cara, que perteneció a una princesa, algo difícil de creer. Pero quién puede saber la verdad.
 Sentada en el bordillo de la acera, la viejecita enlutada, ofrece el cordón de oro, con un enorme crucifijo del mismo metal. Dice que perteneció a su abuela y que hoy lo vende porque le hace falta para comer, la filla do carajo de la crisis.
El precio que pide no es excesivo y siempre habrá quien lo quiere más barato. Regateará, seguramente lo comprará por menos dinero y se sentirá feliz por su hazaña.
La viejecita, a la siguiente semana regresará, para vender un nuevo cordón con crucifijo idénticos al que ya vendiera, que también dirá que perteneció a su pobre abuela.
Se decía y por eso así se llama, que la mayoría de las cosas que se robaban en la ciudad aparecían en la Feria de Ladra. Hoy dicen que ya no, pero… ¿A quién le interesa saberlo? Uno de los grandes atractivos de este mercadillo, es la duda del pecado. Tras nuestra verdad, la que enseñamos siempre, se esconde un delincuente venial en potencia. ¿Será barato porque es robado?
Sí, Ladra es como el Rastro, más pequeño, con otro sabor, con otra luz, pero como el Rastro. Un rastro al que no cantará Paxi Andion. Ni falta, ya habrá más de un fado que lo haga.
La Feria de Ladra con sus colores mates, como pátina que confiere el uso, la mezcla de artículos modernos y viejos. los clientes que lo abarrotan con tranquilidad, sin ruidos ni empellones, situado el inclinado Campo de Santa Clara, compone una imagen anacrónica al observarla a la sombra de la majestuosidad y belleza del Panteón Nacional, que como nos consta es morada al recuerdo de los grandes de la Historia de esta ciudad. Una curiosidad, el lugar que ocupa este monumento al recuerdo, antes fue la parcela e n la que se acometían las obras para una futura iglesia, bajo la advocación de Santa Engracia, que se dilataban en el tiempo sin ver su fin. En Lisboa es muy usada, para referirse a algo que no acaba nunca, la frase: “como las obras de Santa  Engracia” son para mi como una sipnosis, la síntesis de esta ciudad a la que siempre añoro y regreso. Ahora me acompaña aquella mujer que me sonrió cuando se probaba un sombrero.

 A fim de aquela mulher do chapéu

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