UN CUENTO PARA EL FIN
La ilusión no sorprende.
La
magia no está en los magos.
Los
lobos no infunden temor
Las hadas no pueblan
los cielos.
No
duermen las princesas.
Los
cuentos han terminado.
Ya nunca más sería, todo
había concluido.
Un solo hombre, vacío,
atribulado, habitante de la soledad, abandonaba los escombros de la que fue su
ciudad, camino de la nada. El único ser que milagrosamente, había logrado
sobrevivir a la extinción.
No sabía hacia donde
caminaba, ni por qué lo hacía. Su cuerpo roto necesitaba del descanso reparador,
tras largas noches de insomnio provocado por el terror, pero aquella extraña
fuerza le obligaba a moverse por una ruta exacta, en la única dirección que él
no hubiera escogido. No podía oponerse, tampoco le quedaban fuerzas para
intentarlo.
Recuerdos del último Presente.
Adheridas a sus retinas,
cientos, miles de imágenes de sus vivencias pretéritas, como esas que dicen
visualizarse en los últimos segundos de la vida, le provocaban un insufrible
dolor de cabeza y empañaban su visión, impidiéndole ver con claridad el terreno
que pisaba. Ordenados fotogramas de infancia feliz: La tibieza de la leche
maternizada, manando por la tetina de látex del biberón; la repetida melodía
del móvil con ositos panda sobre la cuna, imposibles de alcanzar; abrazos
maternos a la puerta de la guardería; horas bellas y eternas de programación
infantil, pobladas de extraños seres animados, llenos de colores dándose eterna
caza; tiempo de colegio frente a una profesora sin rostro, con olor a goma de
borrar y grafito. Aquellos huevos de chocolate con sorpresa, como premios a sus
berrinches. La ansiada bicicleta de montaña, la abolición del Servicio Militar.
¡Ella!, el primer amor; campos de verde intenso moteados por pequeñas flores,
blancas, amarillas, azules, enmarcando las caricias y lo besos de la primera
vez. Madrid, París, Lisboa, Viena, Nueva York… ¡Bali! Su piso de dos habitaciones, que sería suyo
tras el pago de la larga y onerosa hipoteca de interés variable, siempre al
alza. El momento en el que por fin logró ascender y arrebatarle el puesto que
tanto deseó el “tiburón” de Felipe. La fiesta de despedida de soltero de
Javier, en la que conoció a Laura y su precioso bodi negro, su aroma a cítrico
fresco, el rojo de su carmín. La sonrisa de su hijo, sus pequeñas manos
pidiendo: “aúpa, aúpa”, y la voz de
Laura diciendo: “No lo cojas, que luego se acostumbra”.
Ismael, Cosme, Milagrosa,
Charo…, sus amigos.
Vacío, soledad.
¿Dónde habían quedado sus
congéneres?, aquellos que creyeron ser dioses, los que poseían la Felicidad,
“El Estado del Bienestar”, el control sobre el bien y el mal, amos de la Única
Verdad y Orden. Creadores de bestias,
que para los antepasados solamente existieron en sus peores pesadillas.
La Humanidad se había
estado, preparando ardua e inconscientemente, durante toda su historia para los
hechos que desencadenaron el final de los tiempos.
Majestuosos edificios, que
en mejores momentos albergaran codiciados pisos de lujo, monumentos a la
ambición descontrolada de especuladores y grandes ladrones del dinero de los
más desfavorecidos, ahora se encontraban derruidos, inservibles.
Árboles calcinados que jamás
volverían a proyectar sus sombras, a alfombrar los suelos en otoño, a florecer
en primavera. Pantanos deshechos. Ríos de aguas contaminadas recobraron su
libertad, tomando posesión de sus antiguos cauces, expulsando con violencia a
los usurpadores y sus pertenencias. Campos yermos, ocultos por cuerpos en
descomposición, que no abonarían la tierra. Máquinas de guerra destrozadas. Era
el final, el mundo había acabado a manos de la ambición, la locura, la
impotencia, el odio y el miedo.
Silencio, desesperación.
Tras largos años de luchas y
exterminios, algún iluminado tuvo el “honor” de ser el primero, y el último, en
oprimir el botón que le dio la libertad a los temidos demonios. Imperó el
consuelo de los débiles, oligofrénicos e inútiles. A los profetas del
Apocalipsis se les regaló la razón, mas no en la fechas. ¿Qué podía importar?,
cuando los textos que recogían sus olvidados vaticinios, no lograron salvarse
del viento abrasador, que provocó la hecatombe final.
San Juan, el evangelista
plagiador y sus sellos abiertos, rotos. Las rehusadas profecías de Nostradamus,
las de esotérico Jean Tourniac, las de Piccolo della Mirandola, San Malaquias,
las de una larga lista de monjas y visitados por la Virgen de tantos nombres.
Todos acertaron.
Los cielos fueron eclipsados
por el batir de alas de arpías, abriendo paso al Rey del Terror. En los campos
floreció el caos, la miseria, la desesperación, el dolor. La larga y negra
sombra de Berlín volvió a proyectarse sobre Europa, Jerusalén, habitada por los
judíos, destruida por la codicia y la sinrazón. “Los Protocolos de Sión” no
volverían a ser leídos. Repetición de momentos ya vividos, temidos, jamás
olvidados, nunca perdonados. “La Gloria Olivae”, sorteó los cadáveres de sus
cardenales en su inútil y cobarde huida hacia ninguna parte. Sus palacios
rendidos, saqueados, asolados por el “Cuarto Creciente”, que erraron, una vez
más, al creer que clavaban su cimitarra dónde más dolía; llegaron tarde, muy
tarde, pocos recordaban las Cruzadas, pocos guardaban algo de la Fe que les
enseñaron sus abuelos y no aprendieron.
La fiera, en su miedo,
compartió morada con el cordero.
Las cadenas fueron rotas,
“La Bestia” liberada, enterró bajo sus huellas la Historia, borrando los
nombres de los culpables, sus eficaces y mal recompensados aliados. Preguntas,
sólo preguntas de respuestas conocidas: ¿Quién fue el culpable? ¿Quién comenzó
todo? ¿Subsistirían?
Las revoluciones pendientes
se desataron, ante el asombro de las potencias, los desheredados, los
desencantados, los insatisfechos, los que no tenían nada mejor que hacer…,
aprovecharon la última gran guerra comercial contra los países que poseían los
ansiados productos energéticos, se levantaron y lucharon por la conservación de
la denostada Naturaleza, por la libertad nunca poseída, por la utópica igualdad
entre los hombres, por mil credos de la Verdad…
Nadie podrá recordar cuanto
fueron los bandos en litigio, ni sus nombres, ni los colores de sus enseñas.
Guerras interesadas, que no
lograron sus objetivos, a las que llamaron de “Liberación” de los pueblos
oprimidos por tiranos y dictadores.
Los poseedores de las armas
más sofisticadas y destructoras, repletas de megatones y virus de diseño, ayudados
por sus ojos en los cielos, lograron en un principio inclinar la balanza a su
favor. Por poco tiempo. Las enfermedades liberadas se volvieron contra ellos
diezmando sus ejércitos, dejando sin conductores las máquinas de muerte,
cegando las pantallas y dejando mudos a sus computadores.
Acorralados por el miedo,
comenzaron a accionar los pulsadores rojos. De nada sirvieron cientos de
conferencias para alcanzar la Paz, promovidas por el temor de quedarse sin los
tesoros de sus luchas, mejor un buen reparto de lo poco que estaba perviviendo.
Se habían equivocado una vez más. Los muertos doblaban varias veces los
previstos, poca mano de obra, pocos consumidores, la reconstrucción sería lenta
y demasiado cara, había que llegar al Gran Acuerdo Universal, al Nuevo Orden.
Desgraciadamente quedaba demasiado poco para tantas ambiciones.
Ningún libro recogería lo
acaecido. La guerra, como moho, proliferó por el orbe; Después de las del
petróleo sobre las arenas áridas de los desiertos, las del hambre provocadas
por largos periodos de sequías y tras ellas grandes diluvios, erupciones
volcánicas, tornados maremotos y terremotos como no se conocían. La Naturaleza
había activado sus resortes inmunológicos, en un intento por aliviar su piel
enferma y dolorida.
Grandes masas de hambrientos
se movieron como plaga de langostas hacia el Norte, por el camino que marcaron
sus predecesores, que tan minuciosamente supieron ilustrarlos sobre lo acogedores y caritativos
“Idiotas” que moraban en aquellas tierras. Arrasaron los desprotegidos “países
de la cultura”, de la “Alianza de Universal”, sus ejércitos defendían “grandes
conceptos de orden” en el Este.
Los cómodos cultos,
observaron la llegada de la marabunta con ojos misericordiosos, indiferentes,
prepotentes creyéndolos víctimas y olvidando las crueles escenas vistas en la
distancia de sus televisores, a la hora de comer. Escenas protagonizadas por
los recién llegados, imágenes de sangrientas masacres con sus familiares como
víctimas. Crueldad sin límites, mujeres y niños maltratados, explotados,
vendidos, violados, asesinados en nombre de sus dioses, como en un videojuego.
Máxima audiencia.
No tardó en regresar el
recuerdo a su lugar y convertirse velozmente en la sólida base, para excusar el
odio en aquel presente mortal. No obstante, los políticos en su secular
ignorancia, intentaron catequizar a aquellos desheredados para abastecer sus
interesadas causas. Algo semejante
intentaron los religiosos, tal como hicieran en épocas pasadas. Pero los de Sur
no querían caridad, no entendían arcaicos preceptos que no quitaban el hambre y
la sed: ¡La tierra para quien la trabaja!; sabían de otros más útiles, más
actuales: ¡Todo de quien lo roba!
Asolaron barrios, pueblos,
ciudades. Robaron, agredieron sin atender a la Ley y al Orden, que carecía de
medios. para contener la incesante corriente de aquel gran río.
La destrucción envolvió el aire.
Cada cual se hizo ejército
con su propia consigna, según la moral que le quedaba. ¡Son nuestros hermanos!
¡El color no importa! ¡Son desposeídos! ¡Son el enemigo! ¡Depredadores! ¡
Parásitos! ¡ No son de aquí! ¡Esta es nuestra casa! ¡Roban lo que es nuestro!
Esta fue la razón final para desposeerlos del alma y su condición humana. Se
les relegó a alimañas heréticas altamente peligrosas en expansión. Habían
robado, destruido y matado más de lo perdonable. Nada nuevo, quizás únicamente
las formas. No hubo vacilación en las manos que firmaron las leyes que
permitían su caza, “por la defensa de los bienes propios”, sin tener en cuenta
credos, sexo ni edad.
De países que aún no habían
sido afectados por la Gran Migración, viajaron cazadores, para practicar su
deporte favorito, empolvado hacía tiempo por la falta de piezas. Dieron la
muerte en cualquier lugar. Comenzaron por el color más oscuro y treparon por la
escala cromática hasta el blanco, todos fueron buenas presas, incluso ellos
terminaron siendo las más codiciadas por su peligrosidad. Todo se convierte en
costumbre cuando se usa demasiado. Matar, ver morir era cotidiano, no
impresionaba.
Se olvidaron colores, tonos
y causas. Los niños aprendieron pronto y sin un “por qué”, de los
ejemplarizantes adultos, cambiaron los juguetes por armas, las usaron con
conciencia infantil. Resultó un todos contra todos; hermanos, hijos, padres
enfrentados por la supervivencia y la equivocación.
Nadie hablaba la misma
lengua, nadie quiso ser traductor, no se entendieron. Sin embargo todos poseían
los mismos intereses, pero eran los de cada uno.
Las guerras con el Este se
dilataron demasiado, faltó material, víveres, hombres; y los que lograban
sobrevivir un poco más, sólo un poco más, miraban aterrados como el enemigo
devoraba a sus compañeros capturados o muertos. Los campos no daban frutos, sus
animales se extinguieron entre las fauces del hambre; ya no combatían por la
defensa, ni por ideales, ni por su territorio, lo hacían por subsistir.
El miedo condujo a la locura.
El cielo fue surcado por
miles de blancas estelas, desde y hacia todos los puntos de la Rosa de los
Vientos, seguidas por ojos incrédulos. ¿Como podía estar sucediendo aquello?,
se preguntaron en su estupidez. Su última visión fue la del fuego y el sonido, el
crujir de sus carnes abrasadas.
La vida arrancada de la faz
de la Tierra en una ráfaga de un microsegundo. Imágenes a más de cinco mil megahercios,
la apoteosis de las tecnologías. Un dedo sobre un botón. Aguijones que abren,
expanden y hacen temblar la tierra a su alrededor cientos de kilómetros, como
gotas sobre agua. Gritos de horror. Carreras abarrotadas hacia ningún refugio.
Silencio
Todo feneció.
El cielo era de un sucio
gris oscuro, nada indicaba que el Sol y los colores hubieran existido alguna
vez. La noche glacial no tardaría en llegar.
La música de aquel opaco y
muerto paisaje, era el ruido de la lluvia ácida al caer sobre el asfalto
desconchado de la carretera gastada y vieja, que desde la asolada ciudad huía
hasta lo que quedó del camposanto. Al lúgubre y monótono concierto del agua se
unió el chapotear de unos pies descalzos, sucios y ensangrentados, que
soportaban el peso de una figura humana maltrecha, encorvada y enfundada en
mugrientos jirones de ropa. Ni el aguacero, guijarros, terribles visiones y el
pútrido olor que envolvía todo, parecía afectarle. Era la imagen de un cadáver,
que sin la posibilidad de recibir sepultura por sus congéneres, se veía forzado
a hacerlo por sus propios medios.
Sus atormentados y cortos
pasos lo conducían involuntariamente, a través de la desolación, hacia el
cementerio. Ni la más leve brizna de hierba, que benevolentemente amortiguaran
el dolor de las plantas de sus pies, sólo muerte. Alas de cuervos que no
volverían a graznar, a ser portadoras de malos agüeros. Esqueletos de perros y
hombres, amigos hasta la putritud. Secos espinos, ramas secas y metacarpianos,
que al ser pisados por el hombre, daban énfasis a la sinfonía de la lluvia
interpretada con sordina. Ningún otro sonido, ningún eco proveniente de los
negros y pelados montes vecinos.
Sus ojos no miraban, su
cabeza baja se escondía entre sus hombros como queriéndose proteger del agua,
que resbalaba por sus cabellos y el calor abandonando su cuerpo en forma de
fino humo. En su cerebro rebotaban inaguantables sonidos de cien trompetas
tibetanas.
Tras sortear trozos de
árboles desmembrados, vehículos inservibles, cadáveres perdidos en las últimas
conducciones, llegó a las grandes rejas de hierro bellamente forjadas, que
guardaban aquel recinto de muerte. Al ser abiertas no rechinaron, pese al óxido
de sus goznes. Ningún ciprés se mantenía en pie. Fieles celadores del descanso
eterno, habían abandonado su guardia y yacían inertes sobre el suelo embarrado,
en compañía de enterradores aún con las palas entre sus manos, que no pudieron
terminar su penoso trabajo. Tumbas abiertas, féretros deshechos, viejos muertos
desparramados, ceniza gris, mármol roto, trozos de epitafios que ya nada
decían.
La figura deplorable, camina
por lo que en otros días fue la avenida central del camposanto, la que
eligieron los ricos, los egregios, los salvadores, los mecenas para erigir sus
pomposos, caros y góticos mausoleos, adornados con ángeles custodios, hoy sin
alas, descabezados, derrotados. ¿Para qué atesoraron?
Grandes monumentos a los
héroes de otras contiendas salvadoras, medallas de metal retorcido, placas
grabadas con sus nombres destruidas, ya nadie dirá una plegaria ante ellas.
¿Para quién lucharon?
Estelas sepulcrales con
miles de fechas, nombres, vanos recuerdos familiares, lágrimas secas. ¿Para
quién vivieron?
En medio de la plaza
central, de espaldas al hombre, junto a un truncado monolito, sentada sobre una
pila de cráneos, sosteniendo una enorme
guadaña, una silueta negra parece descansar.
Una imagen familiar y
temida.
El hombre, sin alterar el
ritmo de sus cansinos pasos, se acercó haciendo crujir algunos pequeños huesos
al pisarlos, apenas notó que alguno se le clavó profundamente. Se detuvo, los
pies se le hundieron en el suelo húmedo. La oscura figura no se movió.
El zumbido del silencio
avivó el fuerte dolor de cabeza, sentía como su cerebro pugnaba por salir al
exterior trepanando sus sienes. Levantó pesadamente sus ojos y clavó su túrbida
mirada en el ángel de la muerte, que sin volverse habló con una voz
sorprendentemente profunda y reverberante:
–¡Por fin has llegado! La
espera ha sido interminable. Dudé que pudieras llegar hasta mí, encontrar el
camino, sortear los obstáculos.
¿Dudé o quizás desee ó dude que
no vinieras.
Has tardado tanto que he
tenido tiempo para pensar, pensar, sólo pensar, por primera vez, sin tener que
segar la vida a nadie –Un gélido viento
azotó en el corazón del hombre e hizo ondear el sudario de la Muerte. – Estoy
cansada. Terriblemente cansada.
Muchas fueron las vidas a
las que puse fin en la historia de este mundo y estos últimos tiempos han sido
agotadores, no me repara saber que mi tarea ha terminado tras dar fin a mis
fieles compañeros de cabalgada. –El hombre, mecánicamente, comenzó a rodear la
pila de huesos hasta enfrentarse al descarnado rostro de la Muerte. No sintió
temor ni ningún otro sentimiento.
– Sólo
deseo que acabes con rapidez la misión que te ha sido encomendada. Dormir,
descansar. Lo tengo merecido. –El hombre no escuchó, ascendió torpemente dos
pasos, haciendo rodar algunos cráneos hasta un charco que no reflejaba
imágenes. –Se rápido. No alargues por más tiempo mi amargura, mi temor, mis
dudas. Ahora siento el terror que he producido.
Mas no se precipitó. Parecía
haber ralentizado todos sus movimientos. El tiempo, también, se antojaba
fenecido.
– No
demores más mi fin. Da término a lo que no tiene posibilidad de indulto – Imploró dejando caer la capucha hacia
atrás.
Siglos, hasta que estiró sus
brazos y presionó con las manos el cuello marfil de la Muerte. No sabía por que
lo hacía, era un movimiento mecánico, un tic adquirido por la práctica. El
cráneo de la Muerte, cayó desprendido del esqueleto hasta el lodazal. La
guadaña, con una mano aferrada, se desplomó partiéndose en mil pedazos cual
vidrio viejo. El resto de sus huesos se desmoronaron, convirtiéndose en ceniza
negra. La túnica voló por los aires, deshaciéndose en jirones hasta
desaparecer.
El silencio era gelatina. El
hombre cayó de rodillas, apoyando sus crispadas manos sobre dos calaveras, que
parecían sonreír sardónicamente. Las horas dejaron de transcurrir, la lluvia
arreció, haciendo invisible el paisaje.
Tardó en ponerse de pie e
iniciar, cansinamente el camino de regreso, arrastrando sus pies sobre aguas
foscas. El dolor continuaba cercenando su cabeza. El cielo se oscurecía por
momentos. Algunos muros del cementerio se derrumbaron a su alrededor, dejando
desposeídos de sus nichos a ataúdes podridos. Un relámpago, que intentó
iluminar la escena, corrió entre las nubes y un rayo, con un sobrecogedor
ruido, que no conmovió al hombre, esparció violentamente el montón de cráneos,
que le sirvieron como postrero asiento a la Muerte.
Las ruinas de la ciudad
apenas visibles, a través de la espesa cortina de lluvia, se antojaban
fantasmas asustados de grandes ojos y bocas enormemente abiertas, sorprendidos
por el movimiento de aquel ser solitario, que se dirigía hacia ellos. Los
relámpagos regresaron con más bríos e incluso lograron matizar en varios tonos
de gris. Tronó fuerte, e inesperadamente sobre el hombre se abrieron las nubes
y del cielo descendió un deslumbrante y colosal rayo de luz, forzando a su paso
la huida de la bruma.
El hombre, protegiendo sus
doloridos ojos con el antebrazo, miró hacia arriba sin lograr vislumbrar nada.
Una voz potente retumbó,
haciendo que la tierra vibrara bajo él.
–Creí,
que pese a vuestras continuas equivocaciones, erais lo mejor de mi creación y
lo único que habéis conseguido
devolverme es la “Destrucción” de mi Obra.
Os di la Libertad y la
usasteis para terminar con ella. Podías elegir entre ser creadores o
destructores, la respuesta está a tu alrededor: Desolación.
Habéis logrado arrebatarme la paciencia
infinita, la bondad infinita, el perdón infinito. Ahora es tiempo de penitencia
y castigo. –La niebla se retiró unos metros más entorno a la luz. El hombre
continuaba intentando inútilmente vislumbrar algo tras la luz. – He decidido
que uno sólo de vosotros sea el que purgue las culpas de todos y que seas tú el
que soporte el castigo de toda la Humanidad. Tú serás el único viviente en la
eternidad. Sólo tú en soledad.
Ya el hombre nunca podrá dañar a sus
semejantes. A ningún ser vivo. Ni animales, ni plantas. Tú sólo, únicamente tú
purgarás el mal que habéis infligido a mi Obra. –Tronó.
El dolor abandonó su cabeza, las manos se relajaron, la
vista se aclaró. Sintió como su cuerpo perdía peso y expulsó una débil bocanada
de aire.
–No tendrás hambre, ni sed. Ya no tendrás que ganarte el
pan con el sudor de tu frente. No sufrirás calor ni frío. No tendrás dolor ni
pena.
Vive
pues solo, sin nada a que dañar.
El hombre, el único ser vivo
sobre la Tierra muerta, comenzó a reír fuertemente.
– Tenías que llorar. ¿Por qué ríes? –Preguntó la voz sorprendida de Dios.
El hombre no respondió, reía. Se arrodilló e inclino su
cuerpo con parsimonia, tomó del suelo, tras seleccionarlo entre los que le
quedaban cerca, un guijarro, el más puntiagudo, y lo alzó empuñándolo
fuertemente, hacia la luz, riendo con más fuerza.
– ¿Por qué ríes? –
Inquirió nuevamente el Todopoderoso.
La risa del hombre remitió. Sin abandonar su forzada pose,
se puso en pie y tras un prolongado silencio respondió desafiante:
– ¡Yo soy! ¡Existo! ¡Soy eterno!
– Así lo he querido. Ya no
habrá más daños.– Se oyó la voz de
Dios con más intensidad.
El hombre volvió a reír con más fuerza, altivo levantó su
rostro y vociferó:
–¡Yo soy eternamente yo! – Extendió ambos brazos y
giró varias veces sobre sí mismo, riendo, riendo, riendo. Intentado que su voz
adquiriera el tono de la de Dios, los pelados montes cercanos devolvieron el
sonido de su risa.
–¿Por qué ríes? ¡Te insto a
responderme!
¿Dios se desesperaba?
¿Perdía por segunda vez su infinita paciencia?
El hombre no respondió. Su
risa se tornó en un insultante y desazonador sonido gutural. Detuvo su girar,
dejó de reír. Miró el puntiagudo guijarro y alzó más su mano derecha
mostrándoselo a Dios. La lluvia, expectante, cesó.
De pronto, con una desmedida fuerza, comenzó a clavarse en
el pecho, repetidamente y con saña, el guijarro. Su rostro se tiñó rojo
salpicado por su propia sangre.
Volvió a reír. Reía, reía
clavándose una y otra vez el guijarro.
– ¡Yo soy eternamente yo! –Reía, reía. –¡Yo soy el Hombre!
La luz perdió su brillo cegador. Intentó recuperarlo por
unos momentos, no lo logró, desapareció repentinamente y con ella todas las
imágenes. Sólo el sonido de la sarcástica risa del hombre y el fuerte llanto de
Dios lo anegó todo.
De nada sirven ya las moralejas.
Nota: Este cuento, titulado en un
principio “El Último Cuento”, fue escrito en Mayo de 2001 y publicado, junto a
otros, por primera vez en Marzo de 2002 –ISBN 84-931961-5-0